Solo dos valores, la pulcritud y el apego a la ley, son los fundamentos que necesita observar la nueva Junta Central Electoral (JCE) para recobrar su mellada confianza pública.
Sus nuevos jueces, escogidos ayer por el Senado, deben estar conscientes de la magnitud del reto que tienen frente a una sociedad más escrutadora y exigente sobre su labor.
En sus manos descansa la responsabilidad de regular la actividad de los partidos y el montaje de las elecciones internas y las nacionales, en cada una de las cuales se pone en juego la fortaleza de la democracia.
En pocas palabras, la JCE es la nodriza de la voluntad popular.
Bajo ninguna circunstancia puede ignorar ese crucial rol garantista y mucho menos ceder a las presiones del poder o de los mismos partidos para jugar al truqueo de sufragios, tanto en el momento de materializarlos como de contabilizarlos.
Si a la voluntad popular se le ponen cortapisas de este tipo, entonces se trataría de una auténtica celada contra la misma Constitución, que promueve y garantiza el legítimo e irrenunciable derecho de los ciudadanos a elegir a sus gobernantes.
Ese derecho no puede estar en entredicho ni la JCE puede prestarse, por omisión o intención, a cualquier acto o decisión que lo desnaturalice y, de hecho, lo ilegitime.
El nuevo presidente, Román Jáquez, que viene de presidir el Tribunal Superior Electoral, la corte que se ocupa de dilucidar las controversias entre partidos y entre contendientes comiciales, es un juez que ha demostrado integridad, valor y apego estricto al cumplimiento de las leyes.
El nuevo pleno tiene que proyectar independencia, entereza, pantalones y ruedos bien pesados, en unos y otros casos, para trabajar sin dobleces por la pulcritud y la legalidad de sus actos.
Que no olviden que frente a ellos está la Plaza de la Bandera, el espacio que escogió el pueblo como muralla defensiva de sus derechos.